‘Cierra los ojos, aguza los oídos y, desde el sonido más leve hasta el más violento ruido, desde el tono más sencillo hasta la más elevada armonia, desde el grito mas violento y apasionado hasta la más dulce palabra de la razón, es la Naturaleza la que habla, la que revela su existencia, su fuerza, su vida y sus relaciones, hasta el punto de que un ciego al que se niega el mundo infinitamente visible puede capturar la infinita vitalidad a través de lo que oye.’ - Johann Wolfgang von Goethe.

He estado dándole muchas largas a escribir el boletín sobre el asombro, porque es un tema que me encanta pero que a veces parece tan personal e íntimo para mí que dudé en compartirlo con ustedes, sin embargo, creo que es en estas cosas donde nos encontramos y dónde logramos reconocer la humanidad en el otrx.
Queda poco más de un mes para que se acabe el 2022 y reflexionando sobre las muchas cosas maravillosas que me trajo, creo que la número uno para mi fue que me llevó en un viaje para recuperar mi sentido del asombro.
Siempre fui una niña curiosa, observadora. Al ser hija única tenía mucho tiempo para estar sola, y el asombro era una de mis grandes compañías en esas jornadas solitarias de mi niñez. Mi abuela Beatriz solía llevarme consigo a hacerle visitas a sus amigas: señoras paisas que olían a pachulí, nunca se quitaban los tacones y tal vez bebían mucho café. Rara vez había un tema de conversación que fuera ‘apto’ para niños, entonces simplemente me sentaba al lado de mi abuela a observar: la luz cálida de la tarde que entraba por la ventana de la sala, el cuadro con temática naturalista colgado encima del comedor, las colecciones de vajillas guardadas celosamente detrás del vidrio de un mueble, las bailarinas de porcelana a las que por lo general les faltaba un dedo, o una mano… Esas jornadas al lado de mi abuela me enseñaron a observar, las enciclopedias de mi abuelo y las visitas a museos con mi mamá me enseñaron a asombrarme. -No sé si uno pueda decir que la capacidad de asombro ‘se enseña’, más bien, tal vez uno descubre que lo tiene.-
Cuando visitaba a mi mamá en Bogotá ella me llevaba a los museos, me contaba las historias de los fantasmas de la Candelaria, me mostraba los lugares históricamente importantes para el país. Alguna vez me llevó a la exposición del señor Sipán en el Museo Nacional: fue la primera momia que vi en vivo y en directo, y es uno de los recuerdos que más atesoro porque esa niña de 10 años perdida entre hallazgos arqueológicos no cabía en sí misma de la alegría. En esos instantes, sólo existía el asombro, el señor Sipán y yo.
Sin embargo, a medida que fui creciendo encontré que mi capacidad de asombro podría ser un problema entre mis pares. En el colegio me la montaban por ‘ñoña’, por saber demasiado. La gente ‘cool’ no se asombra, y yo tratando de pertenecer a una tribu como cualquier otro adolescente enterré mi capacidad de asombro. Entonces perdí la capacidad de experimentar con profundidad y de conectar con las pequeñas cosas que son, al final de cuentas las más valiosas.
En esos años de adolescencia y los primeros años de mis veintes -side note: me siento vieja diciendo eso- tuve chispazos de asombro; pequeños instantes en los que la vida me llenaba por completo, pero no lo suficiente, no como antes.
Mi estadía en Estados Unidos tuvo instantes de asombro, en especial en el invierno, una época del año terriblemente extraña para los seres intertropicales como yo. La primera nevada siempre es especial, mágica. Ahora que lo pienso, ese invierno fue la primavera de mi asombro, a pesar de haber estado mucho tiempo enterrado, nunca estuvo muerto. Quién lo diría, hasta en el gélido invierno del midwest estadounidense crecen cosas.
La ilustración me ha devuelto mucho; entre esas mi capacidad de asombro, pero también, permitirme ser sensible, disfrutar las largas horas de soledad, y recuperar la habilidad de estar presente.
A finales del año pasado comencé a encontrar el nombre de un escritor hasta en la sopa: Henry David Thoreau. Lo encontraba en libros que estaba leyendo, en podcasts, en posts en redes sociales. De Thoreau pasé a Humboldt y terminé leyendo su biografía: ‘La Invención de la Naturaleza’ escrita por Andrea Wulf. Pocas veces me ha sucedido que un libro me dijera exactamente lo que debía escuchar, que me inspirara página tras página, y que me transportara a selvas, montes nevados y ríos caudalosos. Terminé La invención de la naturaleza con el corazón desbordado de asombro y con la sensación de que algo en mi había florecido de nuevo. Recuperar mi capacidad de asombro ha sido un viaje que me ha tomado años, y he descubierto que cuánto más dejo que el asombro me llene, más a gusto me siento conmigo misma. El asombro me ha permitido estar presente en cuerpo y espacio, con los sentidos y el corazón abiertos a las experiencias del momento y eso me ha brindado la posibilidad de mirar con ojos nuevos lo conocido, en palabras más palabras menos, asombrarme con las pequeñas cosas, encontrar la grandeza en lo pequeño.
Uno pensaría que la grandeza se encuentra ‘afuera’, en el medio de la selva, en la cima de una montaña, pero también está en el canto de los pájaros al amanecer, en medio de la hora pico en transmilenio.
Ese asombro me ha hecho ver la potencia de lo ‘simple.’ Con simple no me refiero a lo primero que se te viene a la cabeza al pensar en x o y cosa, o a lo ‘chambón,’ sino a la profundidad de lo simple. A lo íntimo, poético y emotivo que guardan las cosas sencillas. Entiendo que encontrar lo profundo en lo simple a veces resulta difícil porque lo simple pasa a cada instante delante de nuestro ojos, y a veces no estamos prestando la atención suficiente para darnos cuenta. Nos pasa al lado todo el tiempo en medio de la frenética vida que muchas veces se tiene en la ciudad.
Pero, cuando estás prestando atención, cuando abres el corazón al asombro entiendes que todo es objeto de inspiración si uno se queda a observar lo suficiente. Puede ser la forma en la que entra el sol por la ventana, el canto de los pájaros en la mañana, el breve instante de silencio que hay antes de que amanezca, la forma de las gotas de lluvia al caer en un charco, la forma plácida de dormir que tienen los gatos, puede ser esa sensación de calidez humana que se encuentra a través de cocinar para otrxs, o para uno mismx, puede ser todo, porque el mundo está lleno de cosas maravillosas y simples que pasan todo el tiempo.
“Sólo fui a dar un paseo, y al final decidí quedarme fuera hasta el anochecer, porque descubrí que, al salir, en realidad estaba entrando.’ John Muir.
Hasta aquí este blog, nos vemos en la próxima.
Ale.
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